Descubre la divertida crónica al estilo revista antigua donde la cinta de raso se alza como el accesorio más presumido del taller. Humor, manualidades e historia ficticia en una noticia que borda sonrisas.
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Cinta de raso gana el premio al accesorio más presumido del taller
Crónica humorística al estilo revista antigua: dos columnas limpias, curiosidad histórica real y ficción ligera.
En una velada que algunos han descrito como “descaradamente brillante”, la honorable Cinta de Raso se coronó como el accesorio más presumido del taller, superando por un nudo y medio a su rival de siempre, el Lazo de Organza. La ceremonia, celebrada entre carretes susurrantes y alfileres en rigurosa formación, dejó a la concurrencia debatiendo si la elegancia puede medirse en centímetros, destellos o en el murmullo de una lazada perfecta.
La gala comenzó puntualmente cuando el reloj del armario marcó la hora solemne del tintineo: un sonido metálico, educado, que hizo callar incluso a la tijera grande (la de filo épico y memoria larga). El protocolo exigía que cada invitado llegara sin arrugarse y, sobre todo, sin alardear de más; norma que, huelga decir, la flamante Cinta de Raso interpretó creativamente. Llegó ondulando, dejando una estela satinada que obligó al plumero a saludarla con tres reverencias breves y a la lámpara de techo a bajar un tono su intensidad para que el brillo no cegara a la concurrencia.
Se rumoró que, detrás del telón de sarga, algunos bieses cuchicheaban en voz baja: “La han planchado con vapor de lavanda, de ahí ese porte intangible”. No faltó el comentario escéptico de un botón de nácar, veterano de mil camisas, que masculló que “la verdadera nobleza está en el ojal”. Pero la noche no estaba para peleas de etiqueta; estaba para correr lazos, medir costuras y, llegado el caso, otorgar un título que, si bien no aparece en ninguna gazeta oficial, sí figura desde hoy en la memoria sentimental del taller.
El jurado, compuesto por la cinta métrica (recta e incorruptible), el dedal (prudente y refractario a las agujas ajenas), y una veterana bobina de hilo de algodón egipcio, declaró que la evaluación sería “a ojo y corazón”, que es como se miden las cosas finas. Se tendieron pistas de lino, se dispusieron maniquíes con postura altiva y se anunció la primera prueba: la elegancia en reposo.
En esta categoría, la Cinta de Raso dominó con una soltura impropia de su juventud. Descansó sobre una caja de patrones como quien posa para un retrato de salón: sin una arruga, con brillo constante, dejando que la luz corriera sobre su superficie como agua clara. “No hace nada y lo hace todo”, anotó el dedal, rendido a la evidencia estética.
“El brillo del raso es un misterio civilizado: guarda la luz sin devorarla. Una cinta bien educada sabe cuándo relucir y cuándo dejar que hablen las puntadas.”
La segunda prueba, bautizada por la prensa especializada como lazada imposible, consistía en formar un lazo doble con caída natural, apariencia despreocupada y simetría deliciosa. Un desafío que separa las cintas presumidas de las cintas sabias. El Lazo de Organza, siempre altivo, realizó su pase con gracia translúcida, pero pecó de rigidez en el giro final. La Cinta de Raso, en cambio, ejecutó un movimiento envolvente, casi musical, y dejó que el lazo quedara con ese aire de “me hice sola” que tanto cuesta fingir.
Los aplausos fueron espontáneos. Desde el fondo, una cremallera carraspeó con ligera envidia; a su lado, un broche antiguo recordó en voz alta que, en su época, los lazos de raso abrían y cerraban bailes sin perder el compás ni el aliento. La cinta métrica marcó la caída exacta de los extremos: diecisiete centímetros y un susurro. La precisión, a veces, adopta unidades poéticas.
— Se valora “obediencia al vapor” y “espíritu de lazada libre”.
— Se amonesta amistosamente por “coqueteo con la lámpara” (no se puede deslumbrar a los testigos).
Ninguna gala vive sin su porción de rumor. Tras el biombo de percal se habló, con discreción torcida, de la vieja enemistad entre raso y terciopelo. El terciopelo, decían, mira por encima del hombro a quien brilla “sin profundidad”; el raso, replicaban, considera que el terciopelo arrastra sus pensamientos en dirección contraria a la luz. La paz, como suele ocurrir en los talleres virtuosos, la impuso una aguja curva, sabia y afilada: “Ambos sirven para embellecer; que cada cual presuma a su modo y deje a los demás el suyo”.
Entretanto, un frasco de almidón perfumado con azahar presidía la mesa de plancha como si fuera un incensario noble. Varios testigos afirmaron que la Cinta de Raso apenas necesitó su bendición: bastó una nube breve de vapor para que la superficie quedara tersa como promesa de baile. “Tiene memoria de salón”, diagnosticó el dedal, que gusta de pontificar cuando se le calienta el metal.
Los anales del guardarropa cuentan (y algún libro serio lo suscribe), que las cintas de raso acompañan las vanidades humanas desde los tiempos en que las mangas eran mansiones y las pelucas, señoríos completos. En retratos de corte, un rizo de raso podía cambiar el humor de un ministro; en bailes de máscaras, un lazo bien puesto abría más puertas que un vizconde con cartas de recomendación. Se veneraba su docilidad para obedecer a la mano y su audacia para imponerse a la vista.
En el ámbito popular, la cinta de raso presidió cofres nupciales, ató cartas con promesas y custodió mechones de cabello que viajaban como amuletos. A veces fue lazo del vestido del domingo, otras, señal indeleble de luto delicado. Su brillo supo hablar tanto de fiestas como de silencios, y en esa versatilidad reside parte de su fama.
Una delegación de Encajes, siempre elocuentes, presentó una réplica con encuadre jurídico: “La presunción debe medirse por filigrana, no por reflejo”. Sus argumentos, sin embargo, se deshilacharon con rapidez cuando un encaje de bolillos confesó que, en el fondo, el raso le cae bien porque “sabe cuándo retirarse para que luzcan las puntadas”.
El Lazo de Organza, por su parte, solicitó una auditoría de transparencia (literal y simbólica—), el jurado tomó nota con una sonrisa que no pasó de la comisura. El público, diverso en materiales y humores, zanjó el conato de querella con un aplauso transversal. “Presumir no es pecado —dictaminó la cinta métrica— si se presume con mesura y propósito”.
“Toda vanidad que no suma belleza es ruido; todo brillo que no acompaña a la forma es bengala. El raso, cuando se porta bien, es la música de cámara de la costura.”
A efectos prácticos, conviene recordar que el raso, por soberano que se crea, agradece ciertos protocolos: aguja fina, puntada corta, prensatelas de teflón si la máquina es quisquillosa, y plancha tibia con paño interpuesto para no dejar huellas de regencia. Jamás lo obligue a dobleces abruptos: al raso se le convence con vapor y caricia, no con ultimátums.
A la hora de formar lazo, piense en términos de cadencia. El raso ama las caídas que parecen accidente feliz, como si el nudo se hubiera atado a sí mismo tras escuchar un vals. Si aparecen nervios en los bordes, una pasada de cinta adhesiva textil en el canto interior puede darle el aplomo que la emoción le arrebata. Y si todo falla, recuerde el consejo ancestral del taller: “Respire, suelte, rehaga”. No hay prisa que justifique un lazo sin gracia.
Cuando llegó el momento del veredicto, la sala entera contuvo la respiración. La cinta métrica, con la solemnidad de un notario, desenrolló las conclusiones; el dedal asentía; la bobina de algodón, que tantas veces sostuvo costuras invisibles, dejó escapar un suspiro. “Por su brillo contenido, por su don para las ondas confiadas y por su generosa disposición a la ceremonia de la caída, este jurado declara ganadora a la Cinta de Raso”.
El aplauso que siguió fue breve y profundo, como conviene a las decisiones que parecen inevitables. Un espejo, siempre propenso a los soliloquios, dijo en voz baja que ninguna victoria es completa si no despierta, al menos, una pizca de humildad. La Cinta de Raso, quizá atenta a esa filosofía, inclinó la lazada con gratitud. Hubo quien juró que el brillo bajó un tono, no por tristeza, sino por cortesía.
A partir de hoy, las mesas de corte recordarán que la presunción, cuando se adereza con oficio, puede ser virtud de taller. El raso no pide perdón por su brillo; más bien invita a usarlo con criterio. En trajes solemnes, un lazo de raso dicta el estado de ánimo de la tarde; en regalos discretos, una cinta satinada basta para que el gesto se convierta en ceremonia.
La próxima edición evaluará una categoría tan polémica como necesaria: “Botón con mayor capacidad de conversación”. Se rumorea que los de nácar llegarán con anécdotas marinas y los metálicos, con historias de abrigos que han visto inviernos de verdad. La Cinta de Raso, ya en su vitrina, sonríe —si es que las cintas pueden sonreír— y espera la visita de curiosos que, mano temblorosa, intentarán imitar su lazada.
*Redacción de “Noticias Bordadas”: A veces la aguja cose hechos, otras cose fábulas. En cualquier caso, el hilo es de buena calidad.*
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